Hace poco hablaba con un agente de policía y
me explicaba que no disponían de efectivos para dedicar al blanqueo de
capitales relacionado con el tráfico de drogas, y se quejaba amargamente de que
con los medios que tenían no podían traspasar el nivel de Son Banya. Y después
murió alguien que conocía y apreciaba, tras una vida marcada a fuego por la
droga: no hay palabras para describir su propio sufrimiento y el de quienes le
amaban. Una vez más pensé en la gran hipocresía que estamos viviendo con la
droga.
Ya no estamos en los años 80, cuando los
heroinómanos, que a menudo contraían el SIDA, tenían un aspecto cadavérico, nos
asustaban con sus aparatosos síndromes de abstinencia, y morían jóvenes uno
tras otro, a menudo con un largo historial de tirones de bolso. Llegó la
metadona, llegó un tratamiento para el SIDA, otro para la hepatitis, llegaron
las pastillas y el gran mercado de las drogas sintéticas, llegó el policonsumo,
y mientras los drogadictos ya no se morían. Viven, o sobreviven, a menudo
desarrollando trastornos mentales, pero ya tienen ese aspecto cadavérico que
nos impresionaba. Quizá delinquen menos, o lo hacen de un modo menos violento.
El Govern cree que cumple pagando algunos tratamientos de metadona en un servicio
ridículo en cuanto a usuarios y prestaciones (mientras una entidad privada y de
creación eclesiástica incomprensiblemente monopoliza los fondos públicos para
construirse una lujosa sede y engordar su propia estructura), y con esto ya nos
conformamos, qué más da. Al fin y al cabo consumen porque quieren, ¿no? Aunque
hayan empezado a los trece, catorce, quince años, fumando marihuana mientras se
fugan del colegio o los institutos.
Y sí, la policía, la guardia civil, los
jueces, no tienen medios, y no tienen medios porque no interesa. No interesa al
poder que se llegue más arriba de Son Banya. No interesa que se sobrepase el
nivel de la Paca, para entendernos, que se sepa cuántos hombres que usan traje
y corbata, que conducen coches deportivos y los cambian cada año, que se
compran inmuebles de lujo, que pasan por ciudadanos destacados y son invitados
a las fiestas de sociedad y halagados públicamente, se lucran con la droga.
Porque Son Banya sólo es el segundo nivel, apenas lo que hay por encima de consumidores
y camellos, pero no van ustedes a creer que los gitanos de Son Banya son los
que montan las grandes operaciones de droga. Los que la traen de otros países.
Los que llenan de droga discotecas, algunas muy conocidas, con total impunidad.
Los que hacen de Ibiza el laboratorio donde se experimentan las nuevas drogas
sintéticas en Europa. No, no interesa. Porque el poder económico de las drogas,
no nos engañemos, se traduce en poder social y político. Donde hay drogas hay
corrupción e impunidad. Hay personas que miran hacia otro lado. Hay gobernantes
que escatiman medios para su persecución. Hay muchos que sacan tajada. Y eso,
eso nos atañe a todos.
Mientras, los ciudadanos actuamos como si la
droga no fuera con nosotros, como si se tratara sólo de algo que afecta a
personas determinadas, “es su problema”, no el nuestro. De vez en cuando las
entidades públicas montan campañas puramente cosméticas para que parezca que
aquí se hace algo, mientras se abandona la prevención en los centros escolares,
se escatiman los recursos públicos para la deshabituación, nos resignamos a que
la policía nunca traspase los límites de Son Banya y lloramos a los muertos.

